sábado, 15 de abril de 2017

A la memoria de un viejo amigo


Ya han pasado cerca de dos años desde que el viejo Scott nos abandonó. Ya han pasado más de dos años desde la última vez que vi su cola menear de un lado a otro cada vez que me veía, sacando fuerzas de donde no había, sacando fuerzas del corazón.

Trece años tenía cuando por el Centro de Lima me encontraba paseando con mi papá y mi hermano. Éste último, con muchos menos años que yo, desde hace varios meses se encontraba en la búsqueda de un perro alegando que era la mejor compañía que podía haber para nuestra casa. Por mi parte me mostraba más escéptico. Recuerdo haber tenido un gusto por los animales pero la sola idea de tener uno en casa sumaba mucha responsabilidad, tiempo y era algo que no contemplaba en mis planes.

Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando caminando a espaldas de la famosa avenida Abancay una cuadra repleta de animales llamó nuestra curiosidad. Había desde gatos y perros hasta los animales más inimaginables que uno espera encontrar como monos y lagartos (semanas después una intervención a dicha cuadra habría incautado todos esos animales por su dudosa procedencia y trato). Paseamos de esquina a esquina cerca de tres veces y yo trataba de desviar la intención de mi hermano con los monos y los loros (animales que yo sabía que jamás íbamos a llevar a casa) para de esa manera pasar su euforia por querer un perro. Mi plan parecía haber funcionado, después de tres recorridos por dicha calle parecía haber tenido efecto, la resignación parecía haberse apoderado de él y por mi parte trataba de animarlo diciendo que luego buscaríamos en otro lado, perros por lo menos de una procedencia más confiable (aunque en el fondo sabía que llegado el momento algún otro plan se me podía ocurrir para volver a aplazar dicha adquisición).

Cerca de las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde ya habíamos quedado en irnos, cuando de pronto pasando por la esquina que da salida a dicha cuadra escuchamos el llanto de un cachorro. Los tres volteamos al unísono para ver de qué se trataba y nos encontramos con un sujeto; vestía gorra azul y una camisa desgastada por el propio paso del tiempo sobre la cual posaba una mochila de tela azul que en las iniciales decía “Lee”. La mochila se encontraba abierta y de ella salían dos pequeñas cabezas que parecían haber encontrado un ritmo para desprender su llanto: primero lloraba uno y luego lloraba el otro, algo que llamó la atención de los transeúntes que por ahí se encontraban y se acercaban a ver. El sujeto como vendedor de mercado, empezó a ofertar dichos canes, sacándolos a ambos de la mochila y alzándolos para vista de todos, como para ver quién puede ser el mejor postor. Antes que nosotros una familia que por ahí pasaba agarró uno de los canes y mi hermano como volviendo a renacer nos llevó a mi papá y a mí a ver el otro. Nos dirigimos y mi hermano rescató al cachorro de las manos del sujeto que lo tenía agarrado de la nuca lo que estaba provocando el llanto del mismo. Un poco más receloso me acerqué a ver de qué se trataba y unos ojos color caramelo me miraron fijamente y cesó el llanto. Lo quedé mirando por varios segundos como hipnotizado y el cachorro parecía hacer lo mismo, dejó de llorar y sacó su pequeña lengua en señal de que estaba más tranquilo. Mi hermano ya había decidido que aquel cachorro que no medía ni más de 30 centímetros tenía que ser nuestro y por alguna razón como fuera de mi mismo alegué lo mismo extrañado por aquella mirada tan curiosa que de vez en cuando me miraba de reojo. No era un perro fino, probablemente el sujeto que se encontraba vendiendo esos cachorros lo habría conseguido de la calle pero por encima de razas o colores aquel cachorro tenía algo en su mirada que de antemano nos había empujado a quererlo. Mi papá, experto en los comercios, empezó a negociar el precio del mismo hasta finalmente dejarlo en quince nuevo soles. Precio que denotaba que el sujeto sólo quería deshacerse del perro lo más antes posible y ello jugó a nuestro favor. Quién iba a pensar que esos quince soles con el tiempo iban a ser la mejor inversión que hizo esta familia.

Fuimos a comprar comida en el camino puesto el perro tenía hambre y curiosamente el cachorro a su corta edad parecía tener un gusto por lo que nosotros comíamos; unas yuquitas del barrio chino de un sabor delicioso pero de una textura un poco dura para alguien de su edad, pero igual él exigía constantemente tener ese manjar dentro de su boca, muchas veces no pudiendo comerlo pero parecía que con tan sólo lamerlo eso lo hacía feliz. Todo el camino en el taxi nos la pasamos mirando al perro, aún se me hacía extraño estar llevando un animal a casa sabiendo toda la responsabilidad que eso tiene. Siempre recordaré aquella graciosa mirada de un color caramelo que expresaba mucho y en ese momento, en ese taxi, en ese día, a las cinco y media de la tarde, parecía decirnos gracias. Así fue como aquel día llegó a nuestras vidas el pequeño de nombre “Scott”.

Llegamos a casa y el perro rápidamente se ganó el cariño de todos, era como ver una pequeña bola de pelos caminando por las habitaciones y pasadizo de la casa, siempre moviendo su cola, siempre con esa mirada curiosa que de tanto en tanto viraba a vernos para ver si seguíamos ahí, aún parecía escéptico de su nueva realidad. Todo fue tan de improviso que no tuvimos mucho tiempo para acomodarlo bien ni de comprar lo que teníamos que comprar para que el pequeño Scott pudiera estar cómodo, por lo que decidí que las primeras noches, donde llorar iba a ser lo más normal en él como cualquier cachorro que no tiene a su madre, las pase conmigo. Recuerdo esa primera semana donde el pequeño Scott de menos de treinta centímetros de tamaño parecía haberse dormido y horas después se levantaba llorando mirando mi cama, algo que me obligaba constantemente a tirar una colcha en el suelo, cargarlo y dormir los dos ahí. Parecía disfrutar de eso puesto todas las noches hacía lo mismo y yo ya sabía que todas las noches me tocaba estar junto a él aunque luego al día siguiente vaya con unas ojeras grandes al colegio. Aquella semana parecía habernos unido más que nunca, me empezaba a gustar tener un perro, me sentía acompañado mientras estaba en casa. A pesar que como cualquier niño de trece años hacía mis actividades diarias como es normal, esperaba gustoso llegar a casa para poder verlo, para poder ver ese entusiasmo de bienvenida en esa cara graciosa, en esos ojos que expresivamente denotaban emoción y locura cada vez que me veían entrar a casa. Y así  fue como pasamos los primeros meses con Scott, él conociendo mejor la casa y adaptándose a nuestros horarios de llegada para esperarnos ahí, subiendo la escalera que él aún no podía bajar por su pequeño tamaño. Hubieron muchas anécdotas divertidas con él que si empiezo a describir cada una de ellas seguramente tendría que publicar un libro en vez de un post.

Aquel pequeño Scott de menos de treinta centímetros de tamaño, rápidamente fue creciendo y fue ganando más tamaño, más fuerza y más vitalidad. Antes aquel pequeño cachorro que nos esperaba en las escaleras del segundo piso ya tenía la talla suficiente para poder asomarse por el balcón. Fueron pasando los años y día tras día esperaba ansioso nuestra llegada.

Vio pasar mis cinco años de secundaria viéndome llegar por las tardes; vio pasar mis primeros años de universidad viéndome llegar también por las tardes; vio pasar mis últimos años de universidad viéndome llegar de noche y vio pasar mis primeros años de trabajo viéndome llegar por las madrugadas. No importaba la hora que fuese, me decían que una cuadra antes él se dirigía al balcón y se paraba ahí, por su gran talla su cabeza ya sobrepasaba el balcón, moviendo la cola y ladrando hasta que me veía venir para luego correr rápidamente a la escalera por donde subía para mirarme siempre con esa mirada graciosa, con su lengua afuera, sus orejas paradas y su cola ondeando de un lado a otro hasta que yo pise el último escalón para que se me pueda abalanzar y lamer la cara y hacer toda clase de piruetas en señal de bienvenida. En las madrugadas cuando el taxi de la empresa me traía, sólo atinaba a mirarme por el balcón y mirarme fijamente para luego volver a dormir, tres o cuatro de la mañana era un horario de descanso que hasta él se proponía a respetar.

Y así fueron pasando los años, con tantas anécdotas, con tantos recuerdos que el entusiasmo por tratar de escribirlos todos desbordaría la lógica de escribir un post en un blog. Scott era un perro muy inteligente, más de lo que he visto en otros perros que he conocido a lo largo de mi vida: sabía cuando algo estaba mal, sabía cuando uno estaba mal,  sabía qué hacer para alegrarnos, como también sabía qué hacer para enojarnos. Era un perro que se anticipaba a cada situación, tal vez para los que lean este post piensen que estoy sobredimensionando las situaciones, pero realmente era un perro que desde mi punto de vista más racional, tenía muchas cosas que otros perros no tienen y eso es lo que me hizo quererlo más de lo que a mis trece años hubiese imaginado y todo esto también es algo que ahora me hace extrañarlo más de lo que hubiese imaginado.

Ya con doce años encima, el viejo Scott parecía seguir teniendo esa misma vitalidad de un cachorro, cada vez que lo llevábamos al veterinario se confundía pensando que nuestro perro era un cachorro, puesto para todos los que lo han conocido saben muy bien que así parecía. Pero la realidad no era esa, la realidad es que el viejo Scott parecía joven por fuera pero por dentro, por el paso de los años en la vida de los perros, se encontraba envejeciendo. A pesar que su rutina de recibirnos entusiasmados todos los días se mantenía. Una de las semanas más tristes de mi vida estaría a punto de llegar.

Nos encontrábamos viviendo en el primer piso por ese mes, nos habíamos mudado temporalmente ahí mientras hacían unas modificaciones a mi casa en el segundo piso, el viejo Scott no podía ser ajeno a eso y nos acompañó. Le costó adaptarse a estar ahí, puesto en el fondo sabía que no era su casa, sabía que no podía hacer sus travesuras como siempre lo hacía (era un especialista orinándose donde le plazca, a pesar de que por años intentamos enseñarle donde tenía que orinar, pero él era así y parecía disfrutar haciendo eso aunque era parte de nuestro enojo pero luego quedó como parte de anécdotas imborrables). Parecía que en ese mes el estado de ánimo por pensar que ya no regresaría a su casa influyó mucho a pesar que a veces lo subíamos al segundo piso para mostrarle que seguíamos ahí, al mirar partes destruidas o con cemento o con tablas pareció haberlo entristecido más. De igual modo el tenerlo junto a nosotros parecía hacerle borrar todo eso y nuevamente entusiasmarlo, nuevamente ver en él esos ojos chillones y esa cola siempre tan entusiasta.

De pronto un domingo el viejo Scott amaneció desganado, de pronto aquel domingo no quiso comer, de pronto aquel domingo se la pasó echado casi todo el día, algo que no era común en él por esa vitalidad a la que nos había tenido acostumbrados por casi doce años. Lo sacamos al parque para que pueda caminar, estuvimos un rato y como nunca pareció habernos exigido regresar a casa jalándonos con la cadena de vuelta, regresó y siguió durmiendo, le dimos su comida y la olió y no tuvo predisposición para comer, aquella situación nos preocupó un poco por lo glotón que siempre él había sido. Preocupados nos dirigimos a un veterinario cerca a la casa que lo examinó por todos lados y no parecía encontrar nada raro en él. Nos comentó que había que hacerle exámenes para ver de qué se trababa y los resultados los iba a tener en un día. Regresamos al viejo Scott a la casa cuando aún podía caminar bien, pero desganado. Todo ese día la pasamos con él viendo películas y tratando de darle de comer de tanto en tanto.

Esa semana fue la más angustiante de mi vida, no podía trabajar bien, no podía pensar bien, mi cuerpo estaba ahí pero mi mente se encontraba desconectada pensando en él. Llamaba constantemente a mi hermano para ver si Scott había ingerido alimento alguno pero siempre hubo una negativa. Fuimos al veterinario para ver los resultados y nos comentó que el viejo Scott por el paso de los años se encontraba con un problema renal, un tema serio para su edad y que podía ser “complicado” un tratamiento. Aquellas palabras daban vuelta en mi cabeza de un lado a otro, uno siempre trata de aferrarse a un ser querido a un ser importante y eso era precisamente lo que nos disponíamos a hacer.

El viejo Scott recayó rápidamente, bajo de peso de una manera tan acelerada que lo hizo tan débil que no podía sostenerse a sí mismo y por eso todo el día paraba recostado en su cama. Era una desesperación tan grande que no sabía qué hacer, sólo esperaba la hora de la salida para poder ir rápidamente a casa y poder estar junto a él. Me destrozaba verlo así todo desganado, con una gran pérdida de peso, el collar con su nombre le bailaba de un lado a otro por lo flaco que andaba. Todos los días lo llevábamos al veterinario para que puedan ponerle suero, el único medio por el que podía alimentarse e inyectarle una serie de medicamentos para ver si daban resultados. Scott cada vez que me veía llegar a casa sacaba fuerzas de donde sea para poder mover la cola por aunque sea unos segundos para nuevamente recostarse. Sus ojos me miraban fijamente y yo solo me recostaba a su lado a abrazarlo y derramar unas lágrimas como un niño quien ve a su mejor amigo irse.

Así fue como llegamos al fin de semana siguiente desde que Scott enfermó. Fuimos con mi mamá y mi hermano al veterinario para saber cómo iba el avance que más que un avance parecía un retroceso acelerado en la salud de viejo Scott. El veterinario aprovechando que estábamos los tres reunidos junto al perro nos dijo que tratar una enfermedad renal a un perro de su edad era muy complicado y que las probabilidades eran pocas, invitándonos a pensar en otras posibilidades. Esa notica que en el fondo ya esperada por nosotros, nos cayó como un baldazo de agua fría porque nunca pensamos que algo así podía llegar, después de doce años juntos se nos hacía complicado pasar la saliva al escuchar aquellas palabras. Junto a nosotros en la veterinaria colgaba un poster de los gestos de los perros y sus significados; cuando el perro se para en dos patas en uno significa te quiero, cuando el perro mueve la cola significa emoción al verte y así otros significados, cada uno de ellos hechos al pie de la letra por Scott a lo largo de esos doce años. Era inevitable no llorar en ese momento recordando todo eso, es inevitable no derramar unas lágrimas ahora recordando aquel momento hace dos años, es inevitable no extrañar más que nunca al viejo Scott.

Luego de salidos del shock producido por esa posibilidad le comentamos al veterinario que debíamos pensarlo antes de tomar esa difícil decisión. No era algo que queríamos hacer, no queríamos perder al viejo Scott pero también no queríamos verlo así. Llevamos cargados a Scott a la casa, lo recostamos en su cama y él nos miró a los tres fijamente, parecía alegrase de tenernos a todos juntos, nos miraba fijamente y parecía disfrutar de aquel momento en familia, todos junto a él. Por un momento me fui al baño a lavarme las manos y ahí fue donde sucedió.

Ya me encontraba secándome las manos cuando mi mamá me llama, jamás olvidaré aquellos segundos que hasta el día de hoy producen un nudo en mi garganta poder contar y siento que está produciendo una traba en mis dedos poder escribir. Fui corriendo a ver qué pasaba y Scott parecía estar abandonándonos, Scott parecía estar empezando a dormir. Rápidamente me recosté a su lado acariciando su cabeza no pudiendo mencionar palabra alguna más que decirle que yo estaba ahí junto a su lado, él parecía escucharme y sus ojos siempre chistosos empezaron a perder brillo, su respiración poco a poco empezó a detenerse hasta que finalmente se detuvo. No pude evitar llorar como no lo había hecho antes, ver el cuerpo peludo del que por más de doce años fue mi fiel compañero, mi mejor amigo, se me hacía inconcebible. Ver su mirada apagada mirando al horizonte, su mirada que no me volvería a mirar jamás, su mirada que no mostraba ese brillo y esa expresión a la que nos había acostumbrado por todos esos años. Acariciaba su cuerpo por varios minutos sabiendo que iban a ser los últimos minutos junto a él. El veterinario entró a la casa lo revisó y confirmó algo que ya sabíamos, le agradecimos y se retiró no pudiendo evitar derramar algunas lágrimas por todo el esfuerzo que vio habíamos hecho en esa semana.

En el jardín de afuera empecé a cavar su tumba, lo envolvimos en unas mantas y lo llevamos. Su cuerpo estaba más pesado de lo normal, entre tres personas lo llevamos y lo echamos ahí. Con cada pala con tierra que le echaba sentía que se iba una parte de mí, sentía que se iban doce años de mi vida y un dolor que difícilmente podría superar. Scott fue más que un animal, fue más que una mascota, fue más que un amigo, Scott fue mi familia. Una vez enterrado me quedé sentado frente a él, con un cigarro en mano todos los recuerdos pasaban por ahí, desde la primera vez que lo compramos hasta ese día, donde su cuerpo sin movimiento ya se encontraba descansando dando inicio a la pérdida física de su cuerpo pero a la vida eterna en nuestros recuerdos.

Desde ese día nuestra casa no fue la misma, desde ese día la ausencia del siempre entusiasta Scott era clara. Cada noche que llegaba a casa ya no había nadie en el balcón para recibirme, ya no había alguien con quien pudiera revolcarme en el suelo peleando, ya no había alguien con quien amanecerme trabajando a mi lado, recostado haciéndome compañía. Ya no estaba ese compañero con quien pudiera tirarme en el sillón viendo películas, quien entre a mi cuarto a subirse a mi cama para hacerme reír. Hay tantos sentimientos encontrados tras su partida, hay tantos sentimientos indescriptibles tras aquel día, hay tantos recuerdos que aún viven y que aún cada rincón de mi casa recuerda y extraña.

Ya han pasado cerca de dos años desde que el viejo Scott nos abandonó. Ya han pasado más de dos años desde la última vez que vi su cola menear de un lado a otro cada vez que me veía, sacando fuerzas de donde no había, sacando fuerzas del corazón.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por comentar...