Ya han pasado cerca de dos años desde que el viejo Scott nos
abandonó. Ya han pasado más de dos años desde la última vez que vi su cola
menear de un lado a otro cada vez que me veía, sacando fuerzas de donde no
había, sacando fuerzas del corazón.
Trece años tenía cuando por el Centro de Lima me encontraba
paseando con mi papá y mi hermano. Éste último, con muchos menos años que yo,
desde hace varios meses se encontraba en la búsqueda de un perro alegando que
era la mejor compañía que podía haber para nuestra casa. Por mi parte me mostraba
más escéptico. Recuerdo haber tenido un gusto por los animales pero la sola
idea de tener uno en casa sumaba mucha responsabilidad, tiempo y era algo que
no contemplaba en mis planes.
Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando caminando
a espaldas de la famosa avenida Abancay una cuadra repleta de animales llamó
nuestra curiosidad. Había desde gatos y perros hasta los animales más
inimaginables que uno espera encontrar como monos y lagartos (semanas después
una intervención a dicha cuadra habría incautado todos esos animales por su
dudosa procedencia y trato). Paseamos de esquina a esquina cerca de tres veces
y yo trataba de desviar la intención de mi hermano con los monos y los loros
(animales que yo sabía que jamás íbamos a llevar a casa) para de esa manera
pasar su euforia por querer un perro. Mi plan parecía haber funcionado, después
de tres recorridos por dicha calle parecía haber tenido efecto, la resignación
parecía haberse apoderado de él y por mi parte trataba de animarlo diciendo que
luego buscaríamos en otro lado, perros por lo menos de una procedencia más
confiable (aunque en el fondo sabía que llegado el momento algún otro plan se
me podía ocurrir para volver a aplazar dicha adquisición).
Cerca de las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde ya
habíamos quedado en irnos, cuando de pronto pasando por la esquina que da
salida a dicha cuadra escuchamos el llanto de un cachorro. Los tres volteamos
al unísono para ver de qué se trataba y nos encontramos con un sujeto; vestía
gorra azul y una camisa desgastada por el propio paso del tiempo sobre la cual
posaba una mochila de tela azul que en las iniciales decía “Lee”. La mochila se
encontraba abierta y de ella salían dos pequeñas cabezas que parecían haber
encontrado un ritmo para desprender su llanto: primero lloraba uno y luego
lloraba el otro, algo que llamó la atención de los transeúntes que por ahí se
encontraban y se acercaban a ver. El sujeto como vendedor de mercado, empezó a
ofertar dichos canes, sacándolos a ambos de la mochila y alzándolos para vista
de todos, como para ver quién puede ser el mejor postor. Antes que nosotros una
familia que por ahí pasaba agarró uno de los canes y mi hermano como volviendo
a renacer nos llevó a mi papá y a mí a ver el otro. Nos dirigimos y mi hermano
rescató al cachorro de las manos del sujeto que lo tenía agarrado de la nuca lo
que estaba provocando el llanto del mismo. Un poco más receloso me acerqué a ver
de qué se trataba y unos ojos color caramelo me miraron fijamente y cesó el
llanto. Lo quedé mirando por varios segundos como hipnotizado y el cachorro
parecía hacer lo mismo, dejó de llorar y sacó su pequeña lengua en señal de que
estaba más tranquilo. Mi hermano ya había decidido que aquel cachorro que no
medía ni más de 30 centímetros tenía que ser nuestro y por alguna razón como
fuera de mi mismo alegué lo mismo extrañado por aquella mirada tan curiosa que
de vez en cuando me miraba de reojo. No era un perro fino, probablemente el
sujeto que se encontraba vendiendo esos cachorros lo habría conseguido de la
calle pero por encima de razas o colores aquel cachorro tenía algo en su mirada
que de antemano nos había empujado a quererlo. Mi papá, experto en los
comercios, empezó a negociar el precio del mismo hasta finalmente dejarlo en
quince nuevo soles. Precio que denotaba que el sujeto sólo quería deshacerse
del perro lo más antes posible y ello jugó a nuestro favor. Quién iba a pensar
que esos quince soles con el tiempo iban a ser la mejor inversión que hizo esta
familia.
Fuimos a comprar comida en el camino puesto el perro tenía
hambre y curiosamente el cachorro a su corta edad parecía tener un gusto por lo
que nosotros comíamos; unas yuquitas del barrio chino de un sabor delicioso
pero de una textura un poco dura para alguien de su edad, pero igual él exigía
constantemente tener ese manjar dentro de su boca, muchas veces no pudiendo
comerlo pero parecía que con tan sólo lamerlo eso lo hacía feliz. Todo el
camino en el taxi nos la pasamos mirando al perro, aún se me hacía extraño
estar llevando un animal a casa sabiendo toda la responsabilidad que eso tiene.
Siempre recordaré aquella graciosa mirada de un color caramelo que expresaba
mucho y en ese momento, en ese taxi, en ese día, a las cinco y media de la
tarde, parecía decirnos gracias. Así fue como aquel día llegó a nuestras vidas
el pequeño de nombre “Scott”.
Llegamos a casa y el perro rápidamente se ganó el cariño de
todos, era como ver una pequeña bola de pelos caminando por las habitaciones y
pasadizo de la casa, siempre moviendo su cola, siempre con esa mirada curiosa
que de tanto en tanto viraba a vernos para ver si seguíamos ahí, aún parecía escéptico
de su nueva realidad. Todo fue tan de improviso que no tuvimos mucho tiempo
para acomodarlo bien ni de comprar lo que teníamos que comprar para que el
pequeño Scott pudiera estar cómodo, por lo que decidí que las primeras noches,
donde llorar iba a ser lo más normal en él como cualquier cachorro que no tiene
a su madre, las pase conmigo. Recuerdo esa primera semana donde el pequeño
Scott de menos de treinta centímetros de tamaño parecía haberse dormido y horas
después se levantaba llorando mirando mi cama, algo que me obligaba
constantemente a tirar una colcha en el suelo, cargarlo y dormir los dos ahí.
Parecía disfrutar de eso puesto todas las noches hacía lo mismo y yo ya sabía
que todas las noches me tocaba estar junto a él aunque luego al día siguiente
vaya con unas ojeras grandes al colegio. Aquella semana parecía habernos unido
más que nunca, me empezaba a gustar tener un perro, me sentía acompañado
mientras estaba en casa. A pesar que como cualquier niño de trece años hacía
mis actividades diarias como es normal, esperaba gustoso llegar a casa para
poder verlo, para poder ver ese entusiasmo de bienvenida en esa cara graciosa,
en esos ojos que expresivamente denotaban emoción y locura cada vez que me
veían entrar a casa. Y así fue como
pasamos los primeros meses con Scott, él conociendo mejor la casa y adaptándose
a nuestros horarios de llegada para esperarnos ahí, subiendo la escalera que él
aún no podía bajar por su pequeño tamaño. Hubieron muchas anécdotas divertidas
con él que si empiezo a describir cada una de ellas seguramente tendría que
publicar un libro en vez de un post.
Aquel pequeño Scott de menos de treinta centímetros de
tamaño, rápidamente fue creciendo y fue ganando más tamaño, más fuerza y más
vitalidad. Antes aquel pequeño cachorro que nos esperaba en las escaleras del
segundo piso ya tenía la talla suficiente para poder asomarse por el balcón.
Fueron pasando los años y día tras día esperaba ansioso nuestra llegada.
Vio pasar mis cinco años de secundaria viéndome llegar por
las tardes; vio pasar mis primeros años de universidad viéndome llegar también
por las tardes; vio pasar mis últimos años de universidad viéndome llegar de
noche y vio pasar mis primeros años de trabajo viéndome llegar por las
madrugadas. No importaba la hora que fuese, me decían que una cuadra antes él
se dirigía al balcón y se paraba ahí, por su gran talla su cabeza ya
sobrepasaba el balcón, moviendo la cola y ladrando hasta que me veía venir para
luego correr rápidamente a la escalera por donde subía para mirarme siempre con
esa mirada graciosa, con su lengua afuera, sus orejas paradas y su cola
ondeando de un lado a otro hasta que yo pise el último escalón para que se me
pueda abalanzar y lamer la cara y hacer toda clase de piruetas en señal de
bienvenida. En las madrugadas cuando el taxi de la empresa me traía, sólo
atinaba a mirarme por el balcón y mirarme fijamente para luego volver a dormir,
tres o cuatro de la mañana era un horario de descanso que hasta él se proponía
a respetar.
Y así fueron pasando los años, con tantas anécdotas, con
tantos recuerdos que el entusiasmo por tratar de escribirlos todos desbordaría
la lógica de escribir un post en un blog. Scott era un perro muy inteligente,
más de lo que he visto en otros perros que he conocido a lo largo de mi vida:
sabía cuando algo estaba mal, sabía cuando uno estaba mal, sabía qué hacer para alegrarnos, como también
sabía qué hacer para enojarnos. Era un perro que se anticipaba a cada
situación, tal vez para los que lean este post piensen que estoy
sobredimensionando las situaciones, pero realmente era un perro que desde mi
punto de vista más racional, tenía muchas cosas que otros perros no tienen y
eso es lo que me hizo quererlo más de lo que a mis trece años hubiese imaginado
y todo esto también es algo que ahora me hace extrañarlo más de lo que hubiese
imaginado.
Ya con doce años encima, el viejo Scott parecía seguir
teniendo esa misma vitalidad de un cachorro, cada vez que lo llevábamos al
veterinario se confundía pensando que nuestro perro era un cachorro, puesto
para todos los que lo han conocido saben muy bien que así parecía. Pero la
realidad no era esa, la realidad es que el viejo Scott parecía joven por fuera
pero por dentro, por el paso de los años en la vida de los perros, se
encontraba envejeciendo. A pesar que su rutina de recibirnos entusiasmados
todos los días se mantenía. Una de las semanas más tristes de mi vida estaría a
punto de llegar.
Nos encontrábamos viviendo en el primer piso por ese mes,
nos habíamos mudado temporalmente ahí mientras hacían unas modificaciones a mi
casa en el segundo piso, el viejo Scott no podía ser ajeno a eso y nos
acompañó. Le costó adaptarse a estar ahí, puesto en el fondo sabía que no era
su casa, sabía que no podía hacer sus travesuras como siempre lo hacía (era un
especialista orinándose donde le plazca, a pesar de que por años intentamos
enseñarle donde tenía que orinar, pero él era así y parecía disfrutar haciendo
eso aunque era parte de nuestro enojo pero luego quedó como parte de anécdotas
imborrables). Parecía que en ese mes el estado de ánimo por pensar que ya no
regresaría a su casa influyó mucho a pesar que a veces lo subíamos al segundo
piso para mostrarle que seguíamos ahí, al mirar partes destruidas o con cemento
o con tablas pareció haberlo entristecido más. De igual modo el tenerlo junto a
nosotros parecía hacerle borrar todo eso y nuevamente entusiasmarlo, nuevamente
ver en él esos ojos chillones y esa cola siempre tan entusiasta.
De pronto un domingo el viejo Scott amaneció desganado, de
pronto aquel domingo no quiso comer, de pronto aquel domingo se la pasó echado
casi todo el día, algo que no era común en él por esa vitalidad a la que nos
había tenido acostumbrados por casi doce años. Lo sacamos al parque para que
pueda caminar, estuvimos un rato y como nunca pareció habernos exigido regresar
a casa jalándonos con la cadena de vuelta, regresó y siguió durmiendo, le dimos
su comida y la olió y no tuvo predisposición para comer, aquella situación nos
preocupó un poco por lo glotón que siempre él había sido. Preocupados nos
dirigimos a un veterinario cerca a la casa que lo examinó por todos lados y no
parecía encontrar nada raro en él. Nos comentó que había que hacerle exámenes
para ver de qué se trababa y los resultados los iba a tener en un día. Regresamos
al viejo Scott a la casa cuando aún podía caminar bien, pero desganado. Todo
ese día la pasamos con él viendo películas y tratando de darle de comer de tanto
en tanto.
Esa semana fue la más angustiante de mi vida, no podía
trabajar bien, no podía pensar bien, mi cuerpo estaba ahí pero mi mente se
encontraba desconectada pensando en él. Llamaba constantemente a mi hermano
para ver si Scott había ingerido alimento alguno pero siempre hubo una
negativa. Fuimos al veterinario para ver los resultados y nos comentó que el
viejo Scott por el paso de los años se encontraba con un problema renal, un
tema serio para su edad y que podía ser “complicado” un tratamiento. Aquellas
palabras daban vuelta en mi cabeza de un lado a otro, uno siempre trata de
aferrarse a un ser querido a un ser importante y eso era precisamente lo que
nos disponíamos a hacer.
El viejo Scott recayó rápidamente, bajo de peso de una
manera tan acelerada que lo hizo tan débil que no podía sostenerse a sí mismo y
por eso todo el día paraba recostado en su cama. Era una desesperación tan
grande que no sabía qué hacer, sólo esperaba la hora de la salida para poder ir
rápidamente a casa y poder estar junto a él. Me destrozaba verlo así todo
desganado, con una gran pérdida de peso, el collar con su nombre le bailaba de
un lado a otro por lo flaco que andaba. Todos los días lo llevábamos al
veterinario para que puedan ponerle suero, el único medio por el que podía
alimentarse e inyectarle una serie de medicamentos para ver si daban
resultados. Scott cada vez que me veía llegar a casa sacaba fuerzas de donde
sea para poder mover la cola por aunque sea unos segundos para nuevamente
recostarse. Sus ojos me miraban fijamente y yo solo me recostaba a su lado a
abrazarlo y derramar unas lágrimas como un niño quien ve a su mejor amigo irse.
Así fue como llegamos al fin de semana siguiente desde que
Scott enfermó. Fuimos con mi mamá y mi hermano al veterinario para saber cómo
iba el avance que más que un avance parecía un retroceso acelerado en la salud
de viejo Scott. El veterinario aprovechando que estábamos los tres reunidos
junto al perro nos dijo que tratar una enfermedad renal a un perro de su edad
era muy complicado y que las probabilidades eran pocas, invitándonos a pensar
en otras posibilidades. Esa notica que en el fondo ya esperada por nosotros,
nos cayó como un baldazo de agua fría porque nunca pensamos que algo así podía
llegar, después de doce años juntos se nos hacía complicado pasar la saliva al
escuchar aquellas palabras. Junto a nosotros en la veterinaria colgaba un
poster de los gestos de los perros y sus significados; cuando el perro se para
en dos patas en uno significa te quiero, cuando el perro mueve la cola
significa emoción al verte y así otros significados, cada uno de ellos hechos
al pie de la letra por Scott a lo largo de esos doce años. Era inevitable no
llorar en ese momento recordando todo eso, es inevitable no derramar unas
lágrimas ahora recordando aquel momento hace dos años, es inevitable no
extrañar más que nunca al viejo Scott.
Luego de salidos del shock producido por esa posibilidad le
comentamos al veterinario que debíamos pensarlo antes de tomar esa difícil decisión.
No era algo que queríamos hacer, no queríamos perder al viejo Scott pero
también no queríamos verlo así. Llevamos cargados a Scott a la casa, lo
recostamos en su cama y él nos miró a los tres fijamente, parecía alegrase de
tenernos a todos juntos, nos miraba fijamente y parecía disfrutar de aquel
momento en familia, todos junto a él. Por un momento me fui al baño a lavarme
las manos y ahí fue donde sucedió.
Ya me encontraba secándome las manos cuando mi mamá me llama,
jamás olvidaré aquellos segundos que hasta el día de hoy producen un nudo en mi
garganta poder contar y siento que está produciendo una traba en mis dedos
poder escribir. Fui corriendo a ver qué pasaba y Scott parecía estar abandonándonos,
Scott parecía estar empezando a dormir. Rápidamente me recosté a su lado
acariciando su cabeza no pudiendo mencionar palabra alguna más que decirle que
yo estaba ahí junto a su lado, él parecía escucharme y sus ojos siempre
chistosos empezaron a perder brillo, su respiración poco a poco empezó a
detenerse hasta que finalmente se detuvo. No pude evitar llorar como no lo
había hecho antes, ver el cuerpo peludo del que por más de doce años fue mi
fiel compañero, mi mejor amigo, se me hacía inconcebible. Ver su mirada apagada
mirando al horizonte, su mirada que no me volvería a mirar jamás, su mirada que
no mostraba ese brillo y esa expresión a la que nos había acostumbrado por todos
esos años. Acariciaba su cuerpo por varios minutos sabiendo que iban a ser los
últimos minutos junto a él. El veterinario entró a la casa lo revisó y confirmó
algo que ya sabíamos, le agradecimos y se retiró no pudiendo evitar derramar
algunas lágrimas por todo el esfuerzo que vio habíamos hecho en esa semana.
En el jardín de afuera empecé a cavar su tumba, lo
envolvimos en unas mantas y lo llevamos. Su cuerpo estaba más pesado de lo
normal, entre tres personas lo llevamos y lo echamos ahí. Con cada pala con
tierra que le echaba sentía que se iba una parte de mí, sentía que se iban doce
años de mi vida y un dolor que difícilmente podría superar. Scott fue más que
un animal, fue más que una mascota, fue más que un amigo, Scott fue mi familia.
Una vez enterrado me quedé sentado frente a él, con un cigarro en mano todos
los recuerdos pasaban por ahí, desde la primera vez que lo compramos hasta ese
día, donde su cuerpo sin movimiento ya se encontraba descansando dando inicio a
la pérdida física de su cuerpo pero a la vida eterna en nuestros recuerdos.
Desde ese día nuestra casa no fue la misma, desde ese día la
ausencia del siempre entusiasta Scott era clara. Cada noche que llegaba a casa ya
no había nadie en el balcón para recibirme, ya no había alguien con quien
pudiera revolcarme en el suelo peleando, ya no había alguien con quien
amanecerme trabajando a mi lado, recostado haciéndome compañía. Ya no estaba
ese compañero con quien pudiera tirarme en el sillón viendo películas, quien
entre a mi cuarto a subirse a mi cama para hacerme reír. Hay tantos
sentimientos encontrados tras su partida, hay tantos sentimientos indescriptibles
tras aquel día, hay tantos recuerdos que aún viven y que aún cada rincón de mi
casa recuerda y extraña.
Ya han pasado cerca de dos años desde que el viejo Scott nos
abandonó. Ya han pasado más de dos años desde la última vez que vi su cola
menear de un lado a otro cada vez que me veía, sacando fuerzas de donde no
había, sacando fuerzas del corazón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por comentar...