sábado, 26 de abril de 2014

CRONICA DE CEREMONIA DE GRADUACION- PARTE II (31/01/2014)

Por Jefferson Valdivia


Meses, semanas, días y horas antes de la ceremonia uno suele imaginar el momento, uno cree saber qué es lo que puede haber y que es lo que puede encontrar, pero llegado el momento no hay punto de comparación, no hay palabras exactas que puedan definir un momento así. A medida que el telón se iba desplegando, los latidos de mi corazón, y el de mis compañeros creo yo, se iba acelerando a cantidades sorprendentes no sé si por el exceso de café que ingerí para permanecer despierto o por la emoción del momento, un poco de cada uno creo yo aunque más del segundo.

Mientras el telón seguía desplegándose, por mi cabeza pasaban imágenes muy rápidamente de todo aquello que uno pasa en cinco años, no dudé en mirar el rostro de quienes me acompañaban y vi la misma emoción y creí saber a qué se debía: el momento había llegado. El esfuerzo de cinco años se iba a ver resumido en una ceremonia de algunas horas de duración en la que estábamos a punto de compartir un evento que duraría para siempre. El telón ya estaba totalmente desplegado y lo que vi sobrepasó todas mis expectativas; un auditorio abarrotado de familiares, amigos, autoridades académicas y equipo logístico, el flash de todas las cámaras hacía parecer el momento como un concierto de las más grandes estrellas del mundo, nosotros éramos el centro de atención. Las fotos eran incesables, confundidas con el despliegue de luces de la empresa organizadora que convirtieron el ambiente en uno digno de eventos de este tipo. Los aplausos ensordecieron el auditorio, era un aplauso que proyectaba aquella energía acumulada de aquellos que toda una vida estuvieron con nosotros y que al parecer habían estado esperando este momento, un momento que no hacía más que enaltecer a cada una de las familias que aquella noche consagraron su presencia en el auditorio del Colegio San Agustín, el mejor de la ciudad para un evento de este tipo, separado con casi un año de anticipación por parte de la comisión.

La ceremonia se fue llevando a cabo, con un cronograma protocolar que suele ser parte de todas las ceremonias de graduación, ya habíamos ensayado casi de memoria que teníamos que hacer y en que parte del evento, por lo que de una manera robótica alzábamos los birretes, los bajábamos, nos sentábamos y  nos parábamos, por un momento creí estar en las misas católicas en la cual suelen pasar este tipo de cosas.

El programa se fue llevando con normalidad, sabía que mi momento estaba cerca, el momento en el que tenía que recitar aquel discurso escrito horas antes, muy temprano en la mañana.

Hacía esfuerzos por tratar de ubicar a mis padres o a mis familiares que seguramente estarían por ahí, pero esos esfuerzos fueron en vano, la cantidad de público asistente me dificultaba un poco la tarea. Ya casi resignado a encontrarlos, por los parlantes oía que mis compañeros que previamente tenían que dirigir sus palabras estaban terminando, recordé el ensayo (digo el porque recuerdo haber ido a sólo uno, el mismo día) y por inercia me puse de pie y baje las gradas hasta ubicarme a un lado del escenario.

No sentí nervios, ni sentí tranquilidad, en realidad no podría decir que sentí. Estaba a escasos minutos de recitar el discurso más importante de mi vida (hasta ese momento), por última vez busqué entre el público a mis padres, no sé si para sentir nervios o para tratar de evitarlos en el caso quisieran emanar. En las primeras filas logré ver finalmente a mis padres, me saludaron con la mirada, correspondí de la misma manera. Mis compañeras me dieron la posta y dirigí mi marcha hacia el podio, en medio del escenario se postraba una mesa de honor con padrinos y autoridades, hice una reverencia (por compromiso) y continué.

Finalmente estaba ahí,                 delante de más de mil personas, de reojo divisé la pantalla gigante que estaba a mi izquierda y me di cuenta de lo cansado que lucía, hice un esfuerzo por componerme y poner mi “mejor sonrisa”, era consciente que el momento sería filmado y seguramente visto por un mayor número de personas que las que ahí se encontraban. No recuerdo que me dijo el maestro de ceremonias mientras acomodaba los 2 micrófonos a la altura de mi cara y probábamos sonido, cuando ya todo estaba listo, empecé.

El discurso estaba programado para cinco minutos, y ese fue el tiempo con exactitud que me tomé para recitarlo, no era muy fanático de leer algún discurso o exposición, pero aquel día era diferente. El buen Alan en su libro nos decía que cuando uno habla sin leer dejas hablar al cuerpo, generas una conexión especial con el público y le haces sentir aquello que tú quieres transmitir, procuré hacer todo eso tratando de no perder las líneas de mi texto, procurando una dicción constante para no perder el ritmo y darle esa musicalización armónica que un discurso debe tener, mi mirada estaba compartida entre mi texto y el público. A medida que iba pronunciando el discurso me daba un tiempo para mirar a todos, era maravilloso, por un momento imaginé como serán aquellos discursos políticos antes miles de personas. Mencioné a Cornejo, a Kennedy, traté de citar a grandes personajes, emplear metáfora y a todo aquello, darle un ritmo. No quería que el momento se acabe, lo disfrutaba de tal manera que creo el cansancio se disipó haciéndome sentir lúcido, pero notaba que las líneas iban llegando a su fin. Acabé mi discurso, los aplausos se escucharon, la cámara me seguía mientras me dirigía nuevamente al centro del escenario para hacer (disculpando el término) esa estupidez de la reverencia ante la mesa de honor (como si ahí estuviesen santos, el santísimo o la Reyna Isabel, de reojo nuevamente vi la pantalla y noté que mi birrete estaba para un lado, lo acomodé y seguí mi camino.

El resto de la ceremonia fue sorprendente, todo perfectamente organizado. Llegó el momento del cambio de borla y creo yo, que ese fue uno de los momentos más emocionantes de la ceremonia. Al compás del sonido de fondo y al movimiento sincronizado de nuestras manos, aquellas “pitas” que colgaban de nuestros gorros representaban el mítico momento en que uno ya es “protocolarmente” un graduado.

La entrega de diplomas fue otro gran momento en el que nuestras dedicatorias eran leídas mientras nos dirigíamos a tomarnos las fotos con los padres y recibir su saludo. En lo personal como parte de la ceremonia le entregué una rosa a mi mamá y le puse la medalla a mi papá, era lo mínimo que podía hacer simbólicamente, ése más que ser mi momento era el de ellos.

Después de ello, llegó el clásico momento en el que todos lanzan sus gorros. A la voz de uno de mis compañeros el momento fue inigualable, los birretes salieron disparados hasta el cielo, hasta la cima que uno busca alcanzar, los efectos, las luces y sonidos hacían que el momento se enaltezca. Llegada la hora de la ceremonia de luces, con nuestras linternas y celulares el escenario oscuro deslumbraba al público con el reflejo de las luces que al compás de la música alegraban el momento.


Ya todo iba acabando, nos dirigimos a la parte de afuera donde un toldo iba a contemplar el brindis de honor que daría finalización a nuestro magno evento. Una palabra de algunos compañeros y el brindis entre todos nosotros. Las ansias eran muchas por ir a compartir ese especial momento con nuestros padres. Busqué a los míos aunque me demoré en encontrarlos por la cantidad de gente que había. Ya el cansancio me iba ganando, fui a dejar mi toga y mi vestimenta. En el camino iba viendo a mis compañeros con sus familiares era un momento especial para todos, era el momento de realización que uno cuando esta niño espera atravesar, era el momento en el que las palabras sobran, los post sobran, los videos sobran, era el momento que sólo se vive una vez.

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