Meses, semanas, días y horas antes de la ceremonia uno suele
imaginar el momento, uno cree saber qué es lo que puede haber y que es lo que
puede encontrar, pero llegado el momento no hay punto de comparación, no hay
palabras exactas que puedan definir un momento así. A medida que el telón se
iba desplegando, los latidos de mi corazón, y el de mis compañeros creo yo, se
iba acelerando a cantidades sorprendentes no sé si por el exceso de café que
ingerí para permanecer despierto o por la emoción del momento, un poco de cada
uno creo yo aunque más del segundo.
Mientras el telón seguía desplegándose, por mi cabeza
pasaban imágenes muy rápidamente de todo aquello que uno pasa en cinco años, no
dudé en mirar el rostro de quienes me acompañaban y vi la misma emoción y creí
saber a qué se debía: el momento había llegado. El esfuerzo de cinco años se
iba a ver resumido en una ceremonia de algunas horas de duración en la que
estábamos a punto de compartir un evento que duraría para siempre. El telón ya
estaba totalmente desplegado y lo que vi sobrepasó todas mis expectativas; un
auditorio abarrotado de familiares, amigos, autoridades académicas y equipo
logístico, el flash de todas las cámaras hacía parecer el momento como un
concierto de las más grandes estrellas del mundo, nosotros éramos el centro de
atención. Las fotos eran incesables, confundidas con el despliegue de luces de
la empresa organizadora que convirtieron el ambiente en uno digno de eventos de
este tipo. Los aplausos ensordecieron el auditorio, era un aplauso que
proyectaba aquella energía acumulada de aquellos que toda una vida estuvieron
con nosotros y que al parecer habían estado esperando este momento, un momento
que no hacía más que enaltecer a cada una de las familias que aquella noche
consagraron su presencia en el auditorio del Colegio San Agustín, el mejor de
la ciudad para un evento de este tipo, separado con casi un año de anticipación
por parte de la comisión.
La ceremonia se fue llevando a cabo, con un cronograma
protocolar que suele ser parte de todas las ceremonias de graduación, ya
habíamos ensayado casi de memoria que teníamos que hacer y en que parte del
evento, por lo que de una manera robótica alzábamos los birretes, los
bajábamos, nos sentábamos y nos
parábamos, por un momento creí estar en las misas católicas en la cual suelen
pasar este tipo de cosas.
El programa se fue llevando con normalidad, sabía que mi
momento estaba cerca, el momento en el que tenía que recitar aquel discurso
escrito horas antes, muy temprano en la mañana.
Hacía esfuerzos por tratar de ubicar a mis padres o a mis
familiares que seguramente estarían por ahí, pero esos esfuerzos fueron en
vano, la cantidad de público asistente me dificultaba un poco la tarea. Ya casi
resignado a encontrarlos, por los parlantes oía que mis compañeros que
previamente tenían que dirigir sus palabras estaban terminando, recordé el
ensayo (digo el porque recuerdo haber ido a sólo uno, el mismo día) y por
inercia me puse de pie y baje las gradas hasta ubicarme a un lado del
escenario.
No sentí nervios, ni sentí tranquilidad, en realidad no
podría decir que sentí. Estaba a escasos minutos de recitar el discurso más
importante de mi vida (hasta ese momento), por última vez busqué entre el
público a mis padres, no sé si para sentir nervios o para tratar de evitarlos
en el caso quisieran emanar. En las primeras filas logré ver finalmente a mis
padres, me saludaron con la mirada, correspondí de la misma manera. Mis
compañeras me dieron la posta y dirigí mi marcha hacia el podio, en medio del escenario
se postraba una mesa de honor con padrinos y autoridades, hice una reverencia
(por compromiso) y continué.
Finalmente estaba ahí, delante
de más de mil personas, de reojo divisé la pantalla gigante que estaba a mi
izquierda y me di cuenta de lo cansado que lucía, hice un esfuerzo por
componerme y poner mi “mejor sonrisa”, era consciente que el momento sería filmado
y seguramente visto por un mayor número de personas que las que ahí se
encontraban. No recuerdo que me dijo el maestro de ceremonias mientras
acomodaba los 2 micrófonos a la altura de mi cara y probábamos sonido, cuando
ya todo estaba listo, empecé.
El discurso estaba programado para cinco minutos, y ese fue
el tiempo con exactitud que me tomé para recitarlo, no era muy fanático de leer
algún discurso o exposición, pero aquel día era diferente. El buen Alan en su
libro nos decía que cuando uno habla sin leer dejas hablar al cuerpo, generas
una conexión especial con el público y le haces sentir aquello que tú quieres
transmitir, procuré hacer todo eso tratando de no perder las líneas de mi
texto, procurando una dicción constante para no perder el ritmo y darle esa
musicalización armónica que un discurso debe tener, mi mirada estaba compartida
entre mi texto y el público. A medida que iba pronunciando el discurso me daba
un tiempo para mirar a todos, era maravilloso, por un momento imaginé como
serán aquellos discursos políticos antes miles de personas. Mencioné a Cornejo,
a Kennedy, traté de citar a grandes personajes, emplear metáfora y a todo
aquello, darle un ritmo. No quería que el momento se acabe, lo disfrutaba de
tal manera que creo el cansancio se disipó haciéndome sentir lúcido, pero
notaba que las líneas iban llegando a su fin. Acabé mi discurso, los aplausos
se escucharon, la cámara me seguía mientras me dirigía nuevamente al centro del
escenario para hacer (disculpando el término) esa estupidez de la reverencia
ante la mesa de honor (como si ahí estuviesen santos, el santísimo o la Reyna
Isabel, de reojo nuevamente vi la pantalla y noté que mi birrete estaba para un
lado, lo acomodé y seguí mi camino.
El resto de la ceremonia fue sorprendente, todo
perfectamente organizado. Llegó el momento del cambio de borla y creo yo, que
ese fue uno de los momentos más emocionantes de la ceremonia. Al compás del
sonido de fondo y al movimiento sincronizado de nuestras manos, aquellas
“pitas” que colgaban de nuestros gorros representaban el mítico momento en que
uno ya es “protocolarmente” un graduado.
La entrega de diplomas fue otro gran momento en el que
nuestras dedicatorias eran leídas mientras nos dirigíamos a tomarnos las fotos
con los padres y recibir su saludo. En lo personal como parte de la ceremonia
le entregué una rosa a mi mamá y le puse la medalla a mi papá, era lo mínimo que
podía hacer simbólicamente, ése más que ser mi momento era el de ellos.
Después de ello, llegó el clásico momento en el que todos
lanzan sus gorros. A la voz de uno de mis compañeros el momento fue
inigualable, los birretes salieron disparados hasta el cielo, hasta la cima que
uno busca alcanzar, los efectos, las luces y sonidos hacían que el momento se
enaltezca. Llegada la hora de la ceremonia de luces, con nuestras linternas y
celulares el escenario oscuro deslumbraba al público con el reflejo de las
luces que al compás de la música alegraban el momento.